TRES DÍAS INOLVIDABLES
- Mariano Casanova

- hace 6 horas
- 2 Min. de lectura

La noche del 19 al 20 de noviembre de 1975 – justo ahora hace cincuenta años – pusieron, por sorpresa, en la tele, una peli de guerra, de las que a mí me gustaban, se trataba de “Objetivo Birmania”. Yo tenía solo once años, pero recuerdo perfectamente que, aquél cambio repentino en la programación, resultó una señal inequívoca de que el momento estaba llegando. Durante esos días todo eran interrupciones, en la radio y en la tele, para dar el parte sobre la salud del dictador, mientras todo el mundo, en la calle, tenía claro que Franco estaba a punto de “espicharla”, eso se decía entonces, al menos aquí en mi barrio.
A la mañana siguiente, me despertó mi abuela para ir al colegio, diciéndome en voz baja - así como se decían las cosas entonces en las casas, con miedo a ser escuchados - que Franco había muerto. Lo recuerdo como uno de los momentos más trascendentales en mi vida, mientras me vestía en la oscuridad del amanecer, de noche aún, frente a los tres fuegos encendidos de la estufa de butano. Me dijo mi abuela que creía que no habría colegio, pero que fuera de todos modos por si acaso, entonces se hacían tantas cosas por si acaso. Así que, tras desayunar deprisa, me fui a coger el trolebús a la Avenida de Cataluña, como todas las mañanas.
Media hora después estaba yo llegando frente a aquella gran puerta metálica, pintada de negro, del cole de los Maristas, donde iba entonces, en la plaza San Pedro Nolasco. Estaba cerrada, pero con un pequeño ventanillo, que tenía, abierto, donde se adivinaba, a lo lejos, que había algún fraile detrás diciendo algo. Me acerqué, corriendo, como se hace todo a los once años, y allí estaba uno de aquellos Hermanos Maristas, diciéndonos que se había muerto Franco y que volviéramos a casa, que durante tres días no iba a haber colegio. Joder qué alegría, bien, bien, bien, de vuelta al barrio, a jugar a la calle. Ese fue el sentir unánime de todos los chicos que por allí había, de todos los que recuerdo y, por supuesto, de todos los amigos de mi calle de Los Caracoles.
Durante aquellos tres días de fiesta, inolvidables, de finales de noviembre, estuvimos jugando a tirarnos y tirarnos sobre hojas secas, amontonadas por el viento, en un chaflán entre dos calles del barrio. Fueron tres días maravillosos, rebozados hasta las cejas entre aquella hojarasca. Desde entonces, a mis once años, hasta hoy, cada otoño, tras el cierzo, salgo en busca de montones de hojas secas por las calles. Tengo localizados unos cuantos rincones donde éstas no fallan, si tengo la suerte de llegar antes que los barrenderos. Según me voy acercando allí las veo por fin, esperándome, amontonadas e inmaculadas para mí. Y allí acudo, entusiasmado, a pisotearlas con placer, casi en éxtasis, una y otra vez, primero hacia un lado, luego hacia el otro y vuelta a empezar, primero hacia un lado, luego hacia el otro, mientras escucho con deleite su crujir bajo las suelas de mis botas.






























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