DISTRITO 14. UN LUGAR EN NUEVA YORK
Hace ahora 25 años que Distrito 14 nos instalamos en un hotel al borde de la autopista que conecta el aeropuerto de La Guardia con el Triborough Bridge, en el barrio de Queens. Ese fue nuestro refugio intermitente a lo largo de tres años, entre 1999 y 2001, desde donde conseguimos alcanzar tales vivencias y metas en lo profesional, en lo artístico, que serían el sueño de cualquier guionista enamorado de las historias de Rock and Roll en Estados Unidos. Solo que en nuestro caso no éramos estrellas, sino unos muchachos cargados de sueños, que habíamos llegado hasta allí, desde un barrio recóndito en el otro lado del mundo, el Barrio de La Jota, de Zaragoza, España.
En la puerta de ese hotel, mirando a la autopista en las noches, escribí la canción “Mala Mujer”. Y en una mañana de domingo, inspirado por los ojos vidriosos con pupilas de aguja de la camarera de un restaurante aledaño, escribí la canción “Sunday´s Girl”. Y detrás del hotel, caminando en un atardecer arriba y abajo de la avenida Ditmars, escribí la letra de “Lo Mejor del Mundo”, hasta que, justo al llegar al último verso, apareció la luna llena al fondo de un cielo inolvidable. Y en ese momento llamé desde una cabina de teléfono a Susana, que estaba en Zaragoza, para contarle que acababa de escribir una hermosa canción para ella, y para decirle también que estaba viendo salir una de las más preciosas lunas llenas que había visto en mi vida, exactamente la misma que, hacía unas cuantas horas, habría salido en el horizonte de nuestra casa, en España. Sé que fue un sobresalto despertarle a esas horas de su madrugada, pero tenía que hacerlo. Eso a su vez me inspiró el estribillo de la canción “Hogar dulce Hogar”.
En esa misma avenida Ditmars había un árbol, que al llegar octubre desprendió sus pequeñas hojas de amarillo intenso, sobre un trecho de la acera. Son las hojas secas de la canción “Frío”, que escribí una vez que regresamos a España en 2001.
Al lado del hotel había una pasarela sobre la autopista, donde cada vez que tenía oportunidad me escapaba en soledad y desde allí, con la vista puesta en el fondo, donde asomaban las torres de Manhattan, soñaba y soñaba con salir adelante en aquel país y pensaba y pensaba en cómo conseguirlo, a dónde ir al día siguiente, con quién hablar para poder conseguir más y más conciertos.
La pasión de la música me había llevado hasta allí, hasta esa vieja pasarela que conectaba una orilla y otra de aquella autopista. A un lado el hotel, al otro un cementerio donde acudía a pasear muchos atardeceres, para dejarme llevar por mis ensoñaciones y pensamientos y dejar volar tantos deseos acumulados durante toda una vida. Lo estábamos consiguiendo, sí, solos, sin ayuda de compañías, ni oficinas de management. Estábamos consiguiendo el respeto y la admiración del público y la crítica en un montón de lugares de costa a costa, en el país desde donde habían llegado a mi vida los discos de los más grandes artistas, que me habían hecho ser desde siempre y para siempre un enamorado de la música. Para nosotros ya era normal actuar en los clubs de la Bleecker, de la 14, de la 42, o conducir entre actuación y actuación entre Nueva York y Chicago, donde actuamos ante cinco y siete mil personas en el gran Aragon Ballroom, para después acudir al SXSW en Austin y recorrer Texas y los clubes de Sunset Boulevard, Hollywood, Anaheim o Las Vegas.
Desde esa pasarela sobre la Freeway, en los anocheceres neoyorquinos, se forjó mi alma y mi persona y comprendí que, llegara donde llegara ese sueño, ya era una realidad que nada ni nadie nunca me podría arrebatar. Aunque algún día hubiera que regresar y caer y comprender que no había sido sino solo un sueño, y que sobrevivir gracias a mi trabajo de toda una vida dedicada a la música sería siempre algo inalcanzable.
Pocas cosas materiales tengo para legar a mi hijo, tan solo unas cuantas guitarras, un par de amplificadores, un piano. Pero sueños y amor y agradecimiento a la vida y a la música por todo lo que me ha dado, por tantas aventuras y personas maravillosas que he tenido la oportunidad de conocer en buena parte del mundo, de eso tengo todo para darle. Y sobre todo una cosa, la fuerza para seguir siempre adelante, sin hacer caso a quienes traten de desalentarle y hacerle creer que eso que nace de su interior es imposible, o que no sirve para ello, o que es algo que solo unos pocos consiguen y tú no vas a ser uno de ellos, porque no tienes un buen padrino, o porque lo que sale adelante y se vende es otra cosa, no eso que tú haces, que solo va a ser apreciado por muy pocos y jamás vas a poder vivir dedicándote a eso.
En 2017 tuve la oportunidad de hacer una nueva gira en solitario, que me llevó de nuevo a tocar a Nueva York. Y acudí en compañía de Susana y de nuestro hijo hasta esa pasarela sobre la autopista, donde una vez creí que todo era posible, donde viví en soledad, momentos, que permanecen en mi interior con una intensidad tan grande que, solo acercarme a ese enrejado y a esa vista del tráfico neoyorquino bajo mis pies, hace que mis ojos se llenen de lágrimas de emoción. A ese momento pertenece una de estas dos fotos con ese abrazo de mi hijo, cuando él tenía 11 años.
Y hace tan solo unos días hemos regresado allí de nuevo. Muchas cosas se han transformado en Nueva York. Quizá ya no sea ese lugar lleno de soñadores en busca de una oportunidad, o al menos no tanto; quizá se hayan perdido lugares donde viví grandes momentos: Desapareció el CBGB, o el Elbow Room, donde actuamos en dos ocasiones memorables. Quizá clubes de jazz donde entrabas sin pagar cualquier noche, para disfrutar de artistas de primer nivel, se han convertido en lugares prohibitivos para un bolsillo ajeno al turismo. Sí, muchas cosas han cambiado, esa oscuridad de New York que tanto me atraía se ha llenado de luz y el Hotel Pennsylvania, ese monumental y legendario hotel frente al Madison Square Garden, en cuya habitación “818 A” tuve un sueño que también se convirtió en canción, con ese mismo título, ya no existe, lo han derribado y hoy es un enorme solar en espera de convertirse, seguramente, en uno más entre los enormes rascacielos de Manhattan.
Y el hotel donde nos alojamos, ese hotel en Queens desde donde alcanzamos metas imposibles hace 25 años, se convirtió tras la caída de las Torres Gemelas y la profunda crisis en que cayó la ciudad, en un refugio para personas excluidas y marginales.
Pero hemos vuelto allí, acabamos de volver allí y hemos entrado de nuevo en el restaurante de al lado, en el de siempre, donde siguen haciendo las mejores hamburguesas que he comido en mi vida, uno de esos lugares donde paran a comer los policías y los trabajadores de paso del aeropuerto, bueno, y donde en un par de ocasiones paró a comer el presidente Clinton, tras aterrizar en La Guardia.
Y hemos cruzado la pasarela, esa pasarela enrejada de mi vida, ese lugar sagrado, el más importante para mí en New York. Y hemos paseado por el cementerio de enfrente y allí, frente a mi mujer y mi hijo, he llorado de nuevo.
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