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AGRESTE


He salido hacia los montes al atardecer dejando atrás la luz del sol sobre los tejados. Cuántas veces en mi vida estuve solo, en las tardes, en las noches, entre estas rocas que hoy salen a mi encuentro. Cuántas veces vine aquí en busca de ánimo y respuestas en este páramo calcáreo, bajo la luna fría y el sonido del cierzo como hoy. Cuántas veces en silencio en este yermo, en este territorio baldío.

Ahí al fondo Zaragoza se ilumina en el centro de un valle oscuro y vacío. Ahí abajo, en sus calles, los chicos corren en busca de su inocencia perdida hasta que la niebla llega y lo llena todo y nada es lo que parece. Y el agua no desemboca y se estanca y se pudre lentamente. ¿Cómo negar amor a quien se acerca un día a esa laguna estigia, a esa ciudad perdida y dormida para siempre?

Recuerdo la primera vez que llegué a estos montes que rodean la ciudad, observando desde lo alto la carretera que conduce hasta la brillante colmena en el atardecer de un domingo cualquiera. Fijándome atentamente en las luces de los coches que regresaban en familia me imaginaba sus conversaciones, sus risas, su llegada a casa tras un día feliz en el campo, su hogar cálido y anaranjado, sus prisas por acostarse temprano en busca de otro lunes, de una semana más. Hoy, tantos años después, al recordarlo, aún sigo sintiendo la misma punzada en el estómago; aún sigo sintiendo la vida desde afuera, como un extraño; aún sigo sintiéndome dispuesto a terminar mis días empujando un carro donde arrastrar mi vida entera por la calle, a cualquier lado.

Para mí amar era marcharme siempre, sin hacer ruido, un poco antes del final y así no se arrastraba al fango, conmigo nunca, nadie más. Amar era enfrentarme a casi todos, a su espejismo contagioso, a su alegría efervescente que escondía que todo era del mismo modo que había sido siempre. El fondo estaba anclado en el pasado y nada podía esperarse nuevo en el presente: “Quien nada trae consigo bajo el brazo será dueño de nada hasta la muerte”. La suerte ya estaba echada, el tiempo estaba a conciencia detenido, el tiempo solo era una espera permanente.

No, no podía mantenerme cuerdo demasiado tiempo entre los otros, en esa lucha, con ese enjambre alrededor celebrando y celebrando las oportunidades perdidas. Así que escapé aquí, a este misterio, a este reflejo de la luna en la cal y es así cómo poco a poco me fui volviendo agreste, sí, agreste, lo mismo que este lugar donde el viento golpea en los huesos con dolor, agreste, como un mordisco en el alma, como un crujir del tiempo en las oquedades de mi calavera, como un crujir de huesos arrastrados por el cierzo sobre esta tierra dura y blanca, arrasada y desde entonces amada por mí.

No, no puedo evitar el regreso a este monte pelado, no puedo y no quiero. Necesito plantar los pies en el recuerdo donde crecí como un lobo solitario. Necesito este enorme horizonte donde soñar de vez en cuando con marchar lejos, siempre es así, ésta es mi vida, ésta es mi tierra, como yo, agreste hasta que mi cuerpo pertenezca a este frío y esté tan frío como él.

Está bien estar aquí en soledad y pensar y no olvidar de dónde vine y recordar cómo se fue aquél último tren al ser expulsado sin aviso de mi infancia, cuando al volver la vista atrás de repente me di cuenta y ya no había a qué jugar. Solo era un niño y nadie vio aquél cuchillo en mi chistera, ni mi dolor que era invisible, incluso para mí lo era: “Como una noche en la tormenta que te envuelve y te golpea, sin saber dónde escapar ¿Cuál es la orilla a donde huir nadando a ciegas?” Y ahora que han pasado muchos años cuando vengo a estos campos inclino mi frente y me pongo a rezar.

Aquí yacen los muertos arrojados, apilados o esparcidos como un siniestro sembrado, los que fueron escondidos pero jamás olvidados. Hay muertos abrazados que todavía hablan muy bajo y se siguen preguntando. Hay noches que en la oscuridad aún sigo oyendo los disparos, de casa en casa, de madrugada, gritos y llantos desgarrados. Había hombres que iban buscando con fusiles en sus manos vecinos que eliminar, lo mismo que se aplasta una mosca en una tarde de verano.

Yo soy un eslabón de la cadena, un heredero de la envidia, del fanatismo, del odio y la violencia, el asesino aún vive en mí. Mi lamento por las madres de mirada ausente, por las hijas golpeadas para siempre, por los hijos de los hijos que crecieron sin calor, por los nietos que continuaron adelante sin sentir ningún cobijo, porque nada se transmite más profundo que el terror.

Yo quiero saber quién soy y por eso sigo viniendo aquí a descubrirlo, entre matorrales y piedras y montes secos. Mirando atardeceres en el horizonte descubro, espío en mi interior y en mis recuerdos a veces muy livianos. Y así voy hilando y tejiendo una vida vivida, tratando de no hacer ruido sobre la escarcha, dando gracias por cada paso que doy. Sí, he sobrevivido a esa ciudad cuyo resplandor ilumina un pedazo de cielo frente a mí, una ciudad donde los chicos no importan, no importan sus sueños; donde emborracharse o drogarse a todo el mundo le parece algo por lo que hay que pasar inevitablemente, algo normal que hay que aceptar y así el enjambre poco a poco irá quedando en silencio.

Camino de la tumba

van todos sus amigos

una mañana hermosa

sin mucho frío.

Camino de la tumba

porque se fue y no vino

porque pudo más que ella

aquel amor prohibido.

Tan joven y tan frágil

con su carita blanca

una muchacha llora,

a solas,

por el camino.

Muchos no resistieron, otros se marcharon ya, pero yo aún clavo mis manos sobre esta tierra áspera. Y bajo el frío invierno aúllo, aúllo con fuerza al viento porque aquí sobreviví a la intemperie muchos años y aquí aprendí a mantener mis colmillos afilados, son mi herencia. Pero yo haré que la cadena del dolor para siempre quede en mí y en mi pecho se confíe y se detenga.

Cómo olvidar aquellos coches de regreso que hace años yo seguí con mi mirada desde aquí; cómo olvidar aquel anhelo y aquella forma en que aprendí sobre el valor que tiene un beso, o un abrazo, o una caricia. Cómo iba a imaginar que algún día también yo iba a formar una familia, a quien amar, por quien morir, por quien vivir y no querer perder la vida. Pero aún así de vez en cuando hay que abrir paso a la herida, la vieja herida, que forma parte de mi, de mi verdad, como si un fuego inevitable prendiera en mis entrañas y es entonces cuando al salir a la calle, sobre el asfalto, veo nubes que me hablan al oído en un lenguaje secreto.

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