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Una historia de Navidad

Era una mañana de 25 de diciembre, como la de hoy, con un sol blanco de invierno que lo inundaba todo: Cielo azul, tejados, fachadas, charcos y aceras de la calle donde nació. Era temprano, demasiado temprano para un niño de trece años caminando solo por la calle en una mañana de día de Navidad. Nadie más que él y sólo él estaba. Ni siquiera se había puesto en marcha aún el carrusel que, para sorpresa de todos, había sido instalado hacía tan solo unos días en el solar de la esquina, justo donde una vieja fábrica de chocolates había sido derruida dejando en pie sólo sus tapias y, en su interior, escombros y secretos pasadizos, que convertían el lugar en un reducto oculto a la mirada de los vecinos. El lugar perfecto donde jugar a ser héroes, como los de las películas del cine de los domingos. El humo en las chimeneas, persianas aún bajadas. El barrio entero apenas se desperezaba con un entrañable olor a carrasca recién encendida en las estufas de leña, que en aquellos tiempos calentaban las casas. El silencio lo inundaba todo, menos los pensamientos y recuerdos de la noche pasada; menos los aplausos aún sonando en sus oídos mientras, poco a poco, se iba acercando a esa esquina mágica del carrusel parado, sin discernir si sus pasos en la calle vacía y la intensidad de la emoción que llenaba su pecho eran verdad, o si aún seguía soñando, o si aún seguía dormido. Todavía le resonaban en los oídos las canciones que había tocado por primera vez sobre un escenario improvisado, en el porche de la iglesia del barrio, junto a sus amigos.

Con ellos había formado tiempo atrás su primer grupo de rock; juntos habían pasado de jugar a las chivas o al taco, a soñar que tocaban sobre un escenario y que eran aclamados por el público, igual que los grupos que escuchaban en los discos. Y por fin, la Nochebuena pasada el sueño se había cumplido, en aquél pequeño barrio obrero que entonces daba sus primeros pasos al otro lado del río, entre fábricas y campos de cultivo. Alejados aún de la ciudad, en aquellos años en que desde la profundidad de la noche llegaba hasta el interior de sus sábanas el eco de un tren lejano, o un solitario y lastimero ladrido.

Aquél había sido el primer concierto de su vida, ante unas decenas de vecinos que habían encendido una gran hoguera para combatir el frío frente a la iglesia, para celebrar la Nochebuena tras la cena y la misa de gallo. Aquellos vecinos que, a pesar del barro en las calles y de las penurias de aquellos tiempos sombríos, allí estaban con el rostro enrojecido por el reflejo de las brasas, derrochando alegría e ilusión, celebrando porque los nuevos tiempos se creían cercanos. Porque los malos tiempos ya se habían vencido.

Y en ese momento de aquél primer paseo, de aquélla primera mañana de una nueva vida, aquél niño recordaba con ojos brillantes de emoción cómo al comenzar la última canción del primer concierto de su vida, se había roto la correa que sostenía aquella primera guitarra sobre su hombro frágil. Pero él había seguido tocando, tocando hasta el final, sí, hasta el último acorde, sujetando a duras penas su guitarra, sin que nadie lo notara, mientras por el suelo serpenteaba de un lado a otro, atada de un solo extremo, su correa. Aquella primera correa rota que hacía unos minutos, antes de salir de casa y lanzarse a la mañana soleada de invierno, había dejado colgada en un estante de su pequeña habitación, como muestra y testigo de que todo - la puerta de la iglesia, la hoguera, los vecinos, los aplausos, el concierto, su primer concierto - todo, absolutamente todo, había sido cierto, había sido vivido.

Mariano Casanova Texto publicado en el especial de Navidad de Heraldo de Aragón el "Libro de los sueños enlazados" , el 25 de diciembre de 2016

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