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UN PAÍS TRISTE


Ha sido un verano lleno de atardeceres, allá en la soledad del monte. Ha sido un privilegio poder estar ahí, tantos días, mientras el canto de las cigarras cede el paso a los grillos y las siluetas de los cuervos se recortan a lo lejos, en el cielo poniente. Anteayer también vi ponerse el sol, pero desde la ciudad confinada. Fue un hermoso atardecer rosado frente al barrio. Un atardecer desde un lugar anónimo, un aparcamiento donde suelo pararme desde hace muchísimos años a pensar y sentir desde el interior de mi coche. Allí he acabado de dar forma a muchas de mis canciones. Su formidable perspectiva de un ocaso encendido sobre farolas y edificios fue la portada del disco “Distrito 14 & amigos”, el que fue la despedida del grupo al que dediqué la mayor parte de mi vida. Algo me empujó finalmente desde ahí a caminar con la última luz de la tarde. Caminé por el borde de polígonos industriales, caminé por barrios aledaños a ese mío, por caminos que recorrí tantas veces en mi vida. Recordando, recordando tantas cosas. Primero me dejé llevar sin pensar por una vieja salida de la ciudad, una calzada de cuatro carriles, la misma que cuando era un niño tomábamos para ir a visitar a la familia en el pueblo los domingos por la tarde. Casi sin darme cuenta llegué hasta la gasolinera, una de mis preferidas. Está ahí, en mitad de la nada, con un bar que permanece igual desde los años 70. Cuando llegué a su altura me paré y a distancia incliné mi cabeza a modo de reverencia, por haberse mantenido igual desde que tengo memoria y porque adoro las gasolineras y sus bares y éste más. Recordé una mañana de sábado con mi abuelo, en ese mismo bar de gasolinera, sentados en una mesa mirando a través de su cristalera un hermoso cartel de Firestone. Hay veces que quedan en la memoria recuerdos que aparentemente no contienen nada importante, ningún por qué, un rayo de sol en una brizna de hierba, un edificio recortándose en la noche sobre los tejados oscuros, un instante cruzando una calle bajo la lluvia. Y así, perdido en mis recuerdos reanudé mi camino hasta llegar a unos pinos olvidados al final de la infinita curva que es esa carretera o avenida, y allí extasiado me detuve un buen rato a escuchar el canto de cientos de gorriones al unísono, el canto del atardecer, un sonido que no escuchaba en la ciudad desde hace tantos años, uno de los sonidos más bonitos que para mí existen en el mundo.

Y caminé y caminé y de este modo con la caída de la noche me introduje finalmente entre las calles, oculto por la semioscuridad, espiando atento a cada paso, observando en el interior de cada tienda, cada bazar, cada kiosko, abiertos a la calle; fascinado por las escenas interiores iluminadas con luz de fluorescente, una luz que me retrotrae a pasajes de mi vida que parecen soñados, una luz sucia que me atrae, excepto cuando he de iluminarme yo mismo con ella. Y observé, observe oculto tras mi mascarilla, el caminar de la gente, el regreso a casa de los niños de la mano de sus padres, los establecimientos abiertos, sin apenas gente. Y espié en el interior de los bares, y vi el rostro desencajado de una señora de unos 50 años sentada en una mesa en la acera, mientras apuraba su cigarro y bebía una cerveza. Y bares y más bares donde la gente de mirada distante, aún en ropa de faena recién salidos del trabajo, apuraba el final del día a sorbos de vino, o de cerveza, o brandy o sol y sombra. No hacía frío, pero lo parecía.

Caminando y caminando, bar tras bar, uno en cada esquina, tres o cuatro por manzana, recordé cómo crecí en un barrio lleno de bares llenos. Llenos mañana y tarde hasta bien entrada la noche. Llenos de hombres de voz grave y carcajada a destiempo, de fanfarrones y explotados, llenos de humo de Celtas y Ducados. Llenos de aquellos que iban allí a “matar el tiempo”, una expresión que no se si existirá en otros idiomas, pero que a mí siempre me ha dado mucha tristeza, aunque se trate de matar el tiempo con los amigos. Mientras sus mujeres estaban en casa y los niños jugaban felices en la calle aquellos bares se llenaban de voces y proyectos y “voyahaceres” o esperanzas perdidas. Entretanto, de una televisión colgada del techo en una esquina se iban descolgando las noticias: El vuelo de Carrero Blanco, ha muerto Franco, otro atentado terrorista, bendito Suarez, Tejero disparando al techo en el Congreso, el esperado Felipe Gonzalez, la ilusión desbordada en la calle, la Movida, los Albertos, Marta Sánchez, España va bien. Y no pude más, hasta ahí llegué, ahí me marché bastante lejos durante bastante tiempo y perdí la cuenta de aquella lista.

No sé cómo hemos podido llegar hasta aquí. Mientras las ambulancias suenan y los hospitales se llenan se convocan botellones clandestinos que no acierto a comprender. No quiero juzgar, no sé que puede existir en la mente de un joven, por ejemplo de un universitario, que no es capaz de pensar en sus mayores en una situación como ésta, excepto que sus mayores tampoco pensaron en él cuando le mostraron con su ejemplo que la vida sin alcohol no vale la pena. Pero eso no debería ser ninguna excusa para una generación que se las da de súper preparada e independiente, y menos para una generación anterior que salió a las plazas a gritar que ya estaba bien, que los políticos no nos representan. Ellos que se comparaban con la primavera árabe y no sé cuantas pamplinas.

Pienso en cómo nos gusta vanagloriarnos de vivir en un país alegre, donde se sabe vivir de verdad. Donde mejor se vive del mundo decimos, sí, yo también lo he dicho. Pero me da la impresión de que todo esto oculta una amarga verdad. Al caminar anteayer bajo el frío del cierzo de vuelta a casa no podía evitar pensar que en realidad somos un país triste. A la vez vinieron a mi recuerdo aquellas ocasiones en que algún recién llegado de pasar sus vacaciones en un país lejano y pobre, comentaba con cara de satisfacción cómo allí la gente no tiene qué comer y sin embargo vive feliz y está siempre sonriendo y llena de alegría. Yo he estado en algunos países de esos donde reina la miseria y la verdad es que la alegría no la he visto por ninguna parte. Pero es que para darse cuenta de las cosas hay que mirar a los ojos de la gente y sobre todo es necesario algo fundamental, no haber bebido.

Es necesario hoy más que nunca admitir la verdad, admitir que tenemos un problema, que no somos los mejores, que hay algo en nuestra esencia que no funciona. En la vida es fundamental pensar en el bien común, en los demás y no solo en nosotros mismos. Si no lo que se es es mala gente, malas personas, sin ambages, ni paños calientes. Y poner en nuestro orden de valores el ocio propio por encima de la vida y la salud de nuestros semejantes es algo que no tiene perdón. Y cuando me refiero al ocio estoy hablando de fiesta y alcohol no de cultura, que pobre, nada tiene que ver con esto y jamás en toda la pandemia ha abierto la boca mientras ha asumido un papel en lo que importa activo y resignado, que para sí quisieran políticos, negacionistas, e indignados.

Hay que ver cómo hemos llegado hasta aquí, cada uno en lo que le compete, hay que ver qué hemos hecho mal creyendo que lo estábamos haciendo muy bien. Es una cuestión histórica, es imposible tratar de arreglar las cosas con la premura que sería necesaria en una situación como la que estamos viviendo. Tenemos que ver qué se esconde detrás de tanta fiesta y tanta alegría y ese saber vivir, cuáles son las carencias. Es una tarea pendiente que se ha hecho evidente, tenía que ocurrir tarde o temprano, la vida es así. Y así estamos hechos y ahora así hay que afrontar las cosas. Pero al menos ser conscientes de nuestra propia miseria sería el primer paso para salir de la oscuridad, sea cual sea ésta.

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