Mi cumpleaños
Mi cumpleaños coincide con la mitad del verano: Calor sofocante y truenos de tormentas lejanas que se acercan amenazadoras en la noche se confunden con el sonido de los grillos.
En el cielo las sombras de los murciélagos pugnan por atrapar insectos que al escapar y detenerse en las paredes de las casas bajas del barrio donde nací son engullidos con un solo movimiento veloz y certero por majestuosas salamanquesas hieráticas y expectantes. Mientras, a tan solo unos cientos de metros de allí, miríadas de mariposas blancas inmaculadas y minúsculas emergen de las aguas oscuras del río Ebro para volar por primera y última vez antes de morir al amanecer.
Todo, sí, todo eso llevo grabado en mi sangre y tantas otras cosas como el olor a acequia y a cañal y el silbido del tren en la lejanía en mitad de la silenciosa madrugada. Y yo solo, despierto, eufórico y enfebrecido por los sueños, esos que justo en los momentos antes de dormir siempre me acompañaron de niño, de repente detenidos un instante – una eternidad- por el misterio de aquél tren rumbo a un lugar desconocido, lleno de personas desconocidas con pensamientos desconocidos.
Entonces los niños jugábamos en la calle, en verano también en las noches, mientras los mayores tomaban la fresca en la puerta de sus casas sentados en sillas de anea, conversando en voz baja para no molestar y de vez en cuando dando las buenas noches a los vecinos de paseo de ida y vuelta, de esquina a esquina. Nosotros corriendo y de vez en cuando despellejándonos las rodillas en las aceras o en mitad de la calle sin asfaltar. Indios y vaqueros, policías y ladrones, fantasmas ocultos en casas abandonadas y nuevos amigos, esos que de repente venían a vivir al barrio, los hijos de los nuevos vecinos venidos de lejos, esos de los que escuchamos hablar durante algunos días en casa en voz baja – entonces todo lo importante se hablaba en voz baja – porque son un montón de hijos que alimentar y el padre está buscando trabajo ¡Pobres!. Pero la suerte les llegará, las sirenas de las fábricas del polígono cercano llamarán al amanecer también algún día para ese hombre cabizbajo, seguro que sí. Y la alegría entrará en su casa un día no muy lejano vestida de domingo. Nuevos vecinos, sí, nuevos amigos, creciendo todos juntos mientras el barrio también crece y se destripan antiguas casas de campo y se derriban tapias que nos descubren otros mundos ocultos que conquistar, lugares eternos donde jugar y jugar…
Hubo un día, hubo un verano, que no jugamos más. No se los demás, pero yo sí me di cuenta, ya no me salía, ya no podía jugar al submarino, ni al Zorro, ni a polis y ladrones. De repente supe que ya nunca sería como antes, como ayer. Quizá habían pasado tan solo unos días, quizá solamente unas horas, pero percibí claramente la nostalgia del pasado como si éste fuera ya remoto e inalcanzable, imposible de asir y recordar certeramente cómo era, imposible de sentir, mientras sí sentía claramente como el paraíso se escapaba como arena fina entre mis manos.
Seguramente debió ser ese mismo verano cuando comenzamos a tocar. No me di cuenta de que en realidad seguía jugando y que seguiría así por muchos años, seguramente -ojalá- mientras la vida me acompañe.
Mariano Casanova
(Fotografía: Susana Iraberri)