20 AÑOS DE VERUELA
Justo en estos días se cumplen veinte años de un hito en la historia de Distrito 14 y en mi vida. En estos días previos a la Navidad, pero en 2001, llegamos al Monasterio de Veruela para quedarnos allí viviendo durante todo el inverno los tres componentes que quedábamos en el grupo, tras unos años de giras en los EEUU: Enrique Mavilla en el bajo y teclados, Juan Millán en la batería y yo. Entre los miles de sentimientos confusos y entrecruzados de aquellos momentos recuerdo sentir cierto vértigo, porque solo quedaba yo de los cuatro primeros componentes del Distrito 14 que nació en 1982 (este año que viene será el 40 Aniversario), aunque Quique llevaba conmigo ya diez años, desde el 91. Pero Juan solo desde finales del 97 o principios del 98, no recuerdo bien, eso sí, qué intensos esos últimos años. Así que el hecho es que después de tantos años de historia del grupo allí estábamos, solos los tres. Las giras en EEUU y tanto tiempo de trabajo duro tan lejos de casa habían hecho mella en todos: Alberto Moliner, bajista desde los inicios había dejado el grupo un año antes y Paco Jaraba, justo nos dejaba unos días antes de ir al monasterio.
La decisión de regresar definitivamente a casa la habíamos tomado en Los Ángeles, a finales de junio de ese mismo año, allí estábamos tocando varias actuaciones de la gira de presentación de nuestro disco “Live in Chicago” que acababa de salir a la venta en los EEUU. Y es precisamente en Chicago donde debíamos concluir más adelante con una nueva grabación del que había de ser nuestro siguiente disco. Pero no podíamos más, y tras viajar a New York para actuar en el Latin Alternative Music Conference (LAMC) regresamos extenuados y al menos en mi caso, al borde del colapso, sin haber tenido ni un descanso en años para mirar atrás.
Pero una vez en casa sentí que ese regreso no era suficiente para nuestra recuperación y que debíamos encontrar algún lugar cercano donde pudiéramos aislarnos de todo durante un tiempo, para poder bajar de la velocidad acumulada; para poder dejar venir los recuerdos de años sin parar; para darnos cuenta de todo lo que habíamos hecho, de la gran aventura vivida, hecha a pulso, día a día, paso a paso, sin medios, sin dinero, pasándolas canutas hasta llegar a conseguir hacer cosas inimaginables. Habíamos grabado discos en Santiago de Cuba, en Chicago; habíamos tocado en festivales inimaginables para un grupo español en aquellos años, entre ellos el SXSW en Austin y también en lugares míticos, los mismos donde habían actuado los Rolling, o U2, o tantísimos otros grupos de ese calibre; habíamos salido adelante sin contar con planes ni ayudas, tan solo la de nuestros seres más queridos; nuestra música sonaba en los EEUU que llevábamos años recorriendo de costa a costa; habíamos salido en portada de espectáculos del periódico Newsday de New York y en revistas de la industria musical independiente americana como CMJ, así como en la prensa y en la radio musical latina en EEUU más importante, hasta habíamos tocado al final de las noticias de la mañana en Univision y Telemundo en Los Ángeles y New York. Y tantas cosas más.
Y todo había sido real, aunque bien pudiera haber sido el guión de una buena película. Pero el hecho es que habíamos vivido infinitos hechos increíbles que no habíamos tenido tiempo de asimilar. Y no podíamos más además por diversas circunstancias. El desgaste era profundo y el esfuerzo y el coste de todo ello había sido enorme. Todo estaba a punto de comenzar a dar fruto económico además, pero no, no podía ser, porque el grupo se rompía en pedazos. Nos quedamos a unos metros de la cima, extenuados, sin aire ni bombonas de oxígeno a mano, la decisión era dura, pero había que bajar para no perecer en el intento.
Y así es como por pura casualidad tras aquél regreso definitivo a casa di con la posibilidad de vivir y trabajar en nuestro siguiente disco en un lugar que ni en nuestros mejores sueños podíamos haber imaginado, el Monasterio Cisterciense de Veruela, erigido en el siglo XII. Y todo gracias a un concierto de una cantante tibetana que allí se celebraba y que acudí a ver, y claro, sobre todo gracias al responsable entonces del monasterio, Víctor Barrios, que tras el concierto me invitó a quedarme un buen rato a conversar en la tranquilidad de la noche y al que conté en un instante de inspiración cuánto me gustaría poder retirarme un tiempo en ese lugar maravilloso, que tanta paz me inspiraba en aquellos momentos. Fue como si sintiera una llamada repentina del lugar y ante mi sorpresa esa idea comenzó a cobrar forma, en aquella misma noche bajo las estrellas del monasterio.
La idea convenientemente argumentada fue aceptada finalmente por la Diputación Provincial de Zaragoza a la que pertenece el monasterio, a quienes ofrecimos hacer a cambio un gran concierto en el verano siguiente. Fue un sueño hecho realidad. Llegamos como decía, justo en estos días de diciembre, en mitad de la mayor ola de frío que se recuerda en el Valle del Ebro. Recuerdo que al salir de Zaragoza hacían 7 grados bajo cero y que esa misma tarde en el monasterio el termómetro llegó a los 13 grados bajo cero llegándose a reventar las tuberías del agua a causa del hielo y causando un apagón general al tocar el agua unos cables. No lo podíamos creer, asustados allí a oscuras pensando si el apagón podía haber sido a causa de la conexión de nuestro equipo de grabación. Y es que hasta allí llegamos junto a Javier Estrada que nos ayudó ese día con el montaje del equipo en una de las estancias y junto a Eduardo Balsa, perteneciente al departamento de cultura de la diputación, quien estuvo con nosotros compartiendo aquellos meses y vivencias que nos acompañarán el resto de nuestros días. Más casualidades de la vida, a Eduardo le habíamos conocido unos años atrás en Santiago de Cuba durante una de nuestras giras en aquél país, pero la vida en el monasterio terminó de afianzar nuestra amistad.
Sería larguísimo el relato de aquellos días y noches en la soledad del monasterio, las tardes inolvidables de niebla que viví en soledad en el huerto y el cementerio colindante, mientras sonaban las campanas lejanas de la iglesia del pueblo cercano de Vera; las horas apostado junto al muro exterior observando la cima nevada del Moncayo; el silencio de las noches en mi celda 107 solo roto por el ulular de las lechuzas; el despertar en las mañanas con esa luz blanca que solo he visto allí, en las faldas del Moncayo; los rayos del sol anaranjado reflejados en las primeras horas de la tarde por el gran pino frente a mi ventana; y la gente, la gente de esa tierra, los amigos de Tarazona que de vez en cuando venían a visitarnos: nuestros amigos del grupo Los Walker, su guitarrista Joaquín González que algunos días se acercó a tocar con nosotros y una noche se salió con el coche de la carretera por culpa del hielo, teniendo que dejar el coche en la cuneta y él como si nada; nuestro querido Juanjo “El Mosca”, el gran cocinero, la grandísima persona que tantos echamos de menos tras su marcha de este mundo hace tan solo unos meses; y Eloy y Zapata, cómo olvidarles, ambos empleados del monasterio a los que veíamos por las mañanas, ellos estaban en sus faenas hasta las cinco en que se cerraba el cenobio y a partir de esa hora allí nos quedábamos solos, nosotros tres y Eduardo. Y cómo olvidar a nuestro querido Javier Bona, el historiador, con quien tantas conversaciones tan interesantes compartimos en aquellos días, como aquél tan extraño en que había niebla y a la vez llovía.
Cuántos misterios cistercienses en y alrededor del lugar, cuántos momentos de sobrecogimiento, y emoción, cuántos cielos nocturnos llenos de brillantes estrellas invernales. Pues bien, allí estuvimos, durante tres meses, hasta que el sol de una nueva primavera irrumpió en nuestras vidas. Allí estuvimos todo ese tiempo trabajando en un puñado de canciones que yo había compuesto en los últimos años, entre viaje y viaje, hotel y hotel, carretera y carretera, avión y avión a lo largo de las giras en USA y en los breves regresos a casa. Para Quique, Juan y para mí aquellos meses de invierno fueron un renacer que terminó convirtiéndose en nuestro siguiente disco al que titulé “El Sueño de la Tortuga” y no solo eso, además del prometido concierto en el monasterio en el siguiente verano, dos años después regresamos de nuevo como agradecimiento al lugar, para tocar de nuevo y grabar en su iglesia el disco y DVD en directo “Concierto en Veruela”.
Mi vida desde entonces es inseparable del Monasterio de Veruela, donde necesito regresar de vez en cuando y pasear por su claustro y todos sus rincones sin dejar de recordar aquellos meses inolvidables. Cada vez que voy - cuando ha pasado algo de tiempo - pienso que nadie de los que haya allí trabajando y que sean nuevos en su guarda y mantenimiento, o de cara a las visitas del público, me va a conocer, así que trato de pasar desapercibido, acudo a pagar la entrada de un modo anónimo, y es que han transcurrido muchos años. Pero siempre alguien me reconoce y me recibe con emoción abriéndome de par en par los brazos de ese lugar maravilloso, como si fuera mi casa. Y es que en algún modo durante aquél inolvidable invierno lo fue, sí, lo fue, y aún ni me lo puedo creer.
Mariano Casanova
Zaragoza, 20 de diciembre de 2021
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